Hace
dos días creo, quizás eran tres, quién sabe si cuatro, o cinco tal
vez, ahora no estoy del todo seguro; hace unos días, fui a la
cafetería verde a tomarme un café, la que tiene mesas atravesadas en vertical
por troncos de árboles, sí, la de delante de la chimenea de vapor
del centro de la ciudad, esa. El café allí es exquisito, seguro que
todos los que habéis ido y lo habéis probado estaréis de acuerdo
conmigo. Además, te dan con cada café, gratis, una galleta casera
deliciosa, de canela, y una onza diminuta de chocolate negro. Para
rizar el rizo, ambos regalos vienen envueltos en un vistoso papel de
celofán transparente de los colores de moda, de moda en aquella
cafetería, se presupone, porque cada día lo cambian. Aquel día el
color de moda era el vino tinto. Por suerte, ni la galleta de canela
ni la onza de chocolate otorgaban los poderes mentales que el vino
tinto y otros brebajes con graduación ofrecen al degustador, así
como tampoco la acidez de estómago que conlleva todo vino tinto con
carácter. Lo único que aquellos regalos tenían en común con el
vino tinto era el color de su envoltorio.
Hace
unos días, creo que eran tres, quién sabe, me avituallé con la
felicidad que requiere todo ritual hecho a conciencia para degustar
el delicioso café de la cafetería verde y sus regalos. Los rituales
poseen a las personas. La mayoría de veces no nos damos cuenta, pero
ahí están cada día, adueñándose de nosotros cuando nos
despertamos y ponemos los pies pie en el suelo, cuando encendemos la
luz de la habitación, cuando caminamos hacia la cocina, cuando
repetimos palabras porque creemos que distingue, cuando preparamos el
primer café del día o el primer vaso de leche con galletas, sobre
gustos ya se sabe, y en cada gesto, en cada movimiento, en todos los
procesos instintivos que la rutina ha escondido en un lugar de la
cabeza que hace que sean ejecutados de manera inconsciente el
ritual se convierte en una forma de vida enigmática.
Lo
primero que llegó a mi estómago fue el café, en cuatro sorbos
pequeños, mojando los labios primero, tragándome el sorbo después,
y acariciándome casi hasta el bigote, con la lengua, finalmente. Lo
siguiente que cayó a mi interior fue la onza de chocolate
previamente derretida en mi boca, y sí, lo último en depositarse
dentro de mí fue la galleta de canela, en tres mordiscos: primero
uno, después otro y, para acabar, el último. Pedí la cuenta y me
fui para casa.
Caminar
por el centro de la ciudad durante fiestas es una
tortura. Que si Papá Noel, que si los Reyes Magos, que si la ropa
de fin de año, todo el mundo con prisas, así que decidí, como
siempre, para qué echarle la culpa a una fecha, volver a casa por
las calles de atrás, por las que nunca pasa nadie. Aún tenía la
amalgama de sabores en mi boca, inundándola, llenándola y
apoderándose de ella como lo han hecho tres gerundios de esta frase.
Disfrutaba recordando todo el proceso, me regocijaba con el color
del envoltorio de ese día, incluso llegué a pensar que quizás, por
aquellas cosas de la magia navideña, en realidad cada uno de los
sorbos y tragos de mi ritual habían sido poseídos por el espíritu
del vino tinto. Yo, que soy una persona seria y respetada, demasiado
respetada casi siempre, erguí mi tronco, borré la sonrisa de mi
cara y seguí caminando con paso firme y rostro decidido hacia mi
casa.
Es muy
común en mí pensar con la misma facilidad con la que... no sé, con
la misma facilidad con la que hago las cosas fáciles, que un rostro
decidido y un paso firme me vuelven invisible al resto de caminantes.
Y digo esto porque en algunas ocasiones me he descubierto riéndome
solo por la calle, incluso hablando conmigo mismo, y dejaba de
hacerlo cuando los que pasaban por mi lado me miraban como si
estuviera loco. No estoy loco, os lo aseguro.
A unos
cinco minutos de llegar a casa oí una voz. Al principio creí que
eran dos, pero lo único que hacía la segunda era repetir lo que
la primera decía, una suerte de eco desubicado, de rima consonante
facilona. La primera vez mi mente no quiso creer lo que de veras
ocurría, pero con el eco no tuve más remedio que girarme para descubrir quién
hablaba. Al notar que no había nadie y que la voz ya no se oía
seguí caminando. No sé en qué debía pensar yo, seguramente en el
disco que me pondría al llegar a casa (el ritual de
el-disco-que-me-pondré.al-llegar-a-casa es uno de los temazos de mi
cabeza) cuando la voz y el eco volvieron a sonar. Y fue ahí, en ese
preciso momento, cuando supe que la voz estaba dentro de mí.
Estuve
a punto de ir a tomarme otro café, otra onza de chocolate y otra
galleta de canela. En momentos como esos doy gracias a la madre
naturaleza y a todas las raíces que se agarran a su tierra por no
ser muy aficionado a las bebidas alcohólicas. También, en momentos
como esos, doy gracias a mis seres queridos por dejarme siempre en
paz cuando pido espacio y tiempo.
El
espacio y el tiempo son muy importantes para mí. El espacio porque
allí no hay gravedad ni sonido. No, no es por eso. El espacio porque
yo no puedo hablar tranquilo con alguien que está a menos de setenta
y ocho centímetros de mí, y el tiempo porque todas las cosas
importantes de la vida requieren de él, aunque a veces parezca
demasiado. Hoy en día todo está envuelto por las prisas, por el
aquí y ahora, por el corre que no llego, por las palabras repetidas
por placer, por el dinos ya qué ocurre con la voz, acaba el cuento y
deja que me vaya a otra parte.
Pensé
en la sobredosis de cafeína, pero era imposible que con solo siete
cafés escuchara voces de otro mundo. Cerca había una calle de esas
que los escritores de terror catalogan en los cuentos de terror como
inhóspitas, y comencé a correr hasta que estuve en ella. Al pararme
noté como si el estómago tirara de mí, justo el efecto contrario a
una arcada, llamémosla, pues, contraarcada. Al pararme noté como si
el estómago tirara de mí, como una suerte de contraarcada. Y la voz dijo:
-Por
fin.
Y el
eco dijo:
-Fin.