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26 ene 2014

Contraarcada


Hace dos días creo, quizás eran tres, quién sabe si cuatro, o cinco tal vez, ahora no estoy del todo seguro; hace unos días, fui a la cafetería verde a tomarme un café, la que tiene mesas atravesadas en vertical por troncos de árboles, sí, la de delante de la chimenea de vapor del centro de la ciudad, esa. El café allí es exquisito, seguro que todos los que habéis ido y lo habéis probado estaréis de acuerdo conmigo. Además, te dan con cada café, gratis, una galleta casera deliciosa, de canela, y una onza diminuta de chocolate negro. Para rizar el rizo, ambos regalos vienen envueltos en un vistoso papel de celofán transparente de los colores de moda, de moda en aquella cafetería, se presupone, porque cada día lo cambian. Aquel día el color de moda era el vino tinto. Por suerte, ni la galleta de canela ni la onza de chocolate otorgaban los poderes mentales que el vino tinto y otros brebajes con graduación ofrecen al degustador, así como tampoco la acidez de estómago que conlleva todo vino tinto con carácter. Lo único que aquellos regalos tenían en común con el vino tinto era el color de su envoltorio.

Hace unos días, creo que eran tres, quién sabe, me avituallé con la felicidad que requiere todo ritual hecho a conciencia para degustar el delicioso café de la cafetería verde y sus regalos. Los rituales poseen a las personas. La mayoría de veces no nos damos cuenta, pero ahí están cada día, adueñándose de nosotros cuando nos despertamos y ponemos los pies pie en el suelo, cuando encendemos la luz de la habitación, cuando caminamos hacia la cocina, cuando repetimos palabras porque creemos que distingue, cuando preparamos el primer café del día o el primer vaso de leche con galletas, sobre gustos ya se sabe, y en cada gesto, en cada movimiento, en todos los procesos instintivos que la rutina ha escondido en un lugar de la cabeza que hace que sean ejecutados de manera inconsciente el ritual se convierte en una forma de vida enigmática.
Lo primero que llegó a mi estómago fue el café, en cuatro sorbos pequeños, mojando los labios primero, tragándome el sorbo después, y acariciándome casi hasta el bigote, con la lengua, finalmente. Lo siguiente que cayó a mi interior fue la onza de chocolate previamente derretida en mi boca, y sí, lo último en depositarse dentro de mí fue la galleta de canela, en tres mordiscos: primero uno, después otro y, para acabar, el último. Pedí la cuenta y me fui para casa.
Caminar por el centro de la ciudad durante fiestas es una tortura. Que si Papá Noel, que si los Reyes Magos, que si la ropa de fin de año, todo el mundo con prisas, así que decidí, como siempre, para qué echarle la culpa a una fecha, volver a casa por las calles de atrás, por las que nunca pasa nadie. Aún tenía la amalgama de sabores en mi boca, inundándola, llenándola y apoderándose de ella como lo han hecho tres gerundios de esta frase. Disfrutaba recordando todo el proceso, me regocijaba con el color del envoltorio de ese día, incluso llegué a pensar que quizás, por aquellas cosas de la magia navideña, en realidad cada uno de los sorbos y tragos de mi ritual habían sido poseídos por el espíritu del vino tinto. Yo, que soy una persona seria y respetada, demasiado respetada casi siempre, erguí mi tronco, borré la sonrisa de mi cara y seguí caminando con paso firme y rostro decidido hacia mi casa.
Es muy común en mí pensar con la misma facilidad con la que... no sé, con la misma facilidad con la que hago las cosas fáciles, que un rostro decidido y un paso firme me vuelven invisible al resto de caminantes. Y digo esto porque en algunas ocasiones me he descubierto riéndome solo por la calle, incluso hablando conmigo mismo, y dejaba de hacerlo cuando los que pasaban por mi lado me miraban como si estuviera loco. No estoy loco, os lo aseguro.
A unos cinco minutos de llegar a casa oí una voz. Al principio creí que eran dos, pero lo único que hacía la segunda era repetir lo que la primera decía, una suerte de eco desubicado, de rima consonante facilona. La primera vez mi mente no quiso creer lo que de veras ocurría, pero con el eco no tuve más remedio que girarme para descubrir quién hablaba. Al notar que no había nadie y que la voz ya no se oía seguí caminando. No sé en qué debía pensar yo, seguramente en el disco que me pondría al llegar a casa (el ritual de el-disco-que-me-pondré.al-llegar-a-casa es uno de los temazos de mi cabeza) cuando la voz y el eco volvieron a sonar. Y fue ahí, en ese preciso momento, cuando supe que la voz estaba dentro de mí.
Estuve a punto de ir a tomarme otro café, otra onza de chocolate y otra galleta de canela. En momentos como esos doy gracias a la madre naturaleza y a todas las raíces que se agarran a su tierra por no ser muy aficionado a las bebidas alcohólicas. También, en momentos como esos, doy gracias a mis seres queridos por dejarme siempre en paz cuando pido espacio y tiempo.
El espacio y el tiempo son muy importantes para mí. El espacio porque allí no hay gravedad ni sonido. No, no es por eso. El espacio porque yo no puedo hablar tranquilo con alguien que está a menos de setenta y ocho centímetros de mí, y el tiempo porque todas las cosas importantes de la vida requieren de él, aunque a veces parezca demasiado. Hoy en día todo está envuelto por las prisas, por el aquí y ahora, por el corre que no llego, por las palabras repetidas por placer, por el dinos ya qué ocurre con la voz, acaba el cuento y deja que me vaya a otra parte.

Pensé en la sobredosis de cafeína, pero era imposible que con solo siete cafés escuchara voces de otro mundo. Cerca había una calle de esas que los escritores de terror catalogan en los cuentos de terror como inhóspitas, y comencé a correr hasta que estuve en ella. Al pararme noté como si el estómago tirara de mí, justo el efecto contrario a una arcada, llamémosla, pues, contraarcada. Al pararme noté como si el estómago tirara de mí, como una suerte de contraarcada. Y la voz dijo:

-Por fin.

Y el eco dijo:

-Fin.